La Última Ofrenda del Bosque de los Suspiros
¿Puede un perfume ser un portal? Lisandro descubrió que la fragancia "Oudh" de Comme des Garçons no era un simple aroma, sino la esencia atrapada de un espíritu ancestral del bosque. Una historia de aromas que son memorias, de pérdida que se transforma en consuelo, y de cómo lo sagrado puede esconderse en un frasco.
La primera vez que Lisandro abrió el frasco, no percibió un perfume; escuchó un bosque callando.
Su tía Elvira, la perfumista ciega, le legó al morir una colección de fragancias extrañas, cada una en un frasco de cristal tallado. La que llevaba la etiqueta "Comme des Garçons Series 3 Incense: Oudh" era la más enigmática. "Esta no huele a algo," le había susurrado Elvira en su lecho de muerte, sus dedos huesudos acariciando el cristal. "Esta recuerda a alguien."
Lisandro, un restaurador de libros con una vida meticulosamente ordenada, roció una gota en su muñeca. No hubo explosión floral, sino un silencio hecho aroma: la densa y resinosa solemnidad del incienso, como el eco de un canto gregoriano en una catedral vacía. Luego, emergió la cedroza, no el olor a lápiz recién afilado, sino a las vetas profundas de un árbol milenario, conteniendo secretos en sus anillos. Por último, un susurro terroso y salvaje de pachulí, recordando la tierra húmeda después de una lluvia antigua.
Esa noche, soñó. No con imágenes, sino con presencias. Percibió la sombra de un guardián silencioso junto a un templo cuyas paredes eran troncos vivos. Sintió el peso de la devoción y la sombra más pesada aún de una pérdida profunda.
Intrigado, comenzó a usar la fragancia a diario. A los pocos días, mientras catalogaba un manuscrito del siglo XVII sobre botánica alquímica, sus dedos encontraron una página oculta, un palimpsesto. Al inclinar el libro, una descripción surgió bajo la luz rasante: "El Árbol-Altar del Bosque de los Suspiros, cuya madera, al ser quemada como incienso, no ruega a los dioses, sino que consuela a los fantasmas que los dioses abandonaron."
La línea entre vigilia y sueño se difuminó. En la quietud de su taller, empezaba a vislumbrar, solo por el rabillo del ojo, una figura alta e inmóvil entre las estanterías, hecha de sombra y aroma a madera vieja. No sentía miedo, sino una profunda y melancólica calma, como si hubiera encontrado un lugar que siempre había echado de menos sin saberlo.
La búsqueda lo llevó a archivos olvidados y a conversaciones con ancianos de pueblos de montaña. Descubrió la leyenda de un bosque sagrado, talado siglos atrás para construir una abadía. El último y más antiguo de los árboles, un cedro inmenso, había sido convertido en el altar mayor. Se decía que el espíritu del bosque, un genius loci, no había muerto, sino que se había fundido con la madera del altar, atrapado, consolando en silencio a los creyentes que acudían con sus penas.
Lisandro lo entendió entonces. El perfume no era una composición, era una evocación. Era la esencia destilada de ese espíritu arbóreo, de su paciencia de siglos, de su duelo por el bosque perdido, de su consuelo silencioso. Su tía Elvira no había creado un aroma; había capturado un alma en una botella.
La última noche, se dirigió al parque más antiguo de la ciudad, al claro donde un solitario cedro luchaba por crecer entre el asfalto. Aplicó la fragencia y se sentó a su sombra. Cerró los ojos. Esta vez, no hubo sueño. Fue una certeza.
El aire se volvió denso y quieto. El rumor de la ciudad se desvaneció, reemplazado por el susurro de miles de hojas en una brisa inexistente. Y allí, frente a él, no como una visión, sino como una impresión total en sus sentidos, estuvo el Guardián. Una columna de quietud y dignitud, con ojos que eran vetas de madera y una paz que era tan vasta y antigua como las raíces de una montaña.
No hubo palabras. Solo un intercambio: Lisandro ofreció su reconocimiento, su comprensión de la pérdida. El Guardián ofreció, a cambio, un consuelo que no era para una pena concreta, sino para la pena esencial de estar vivo, de ser temporal en un mundo que olvida. Era el aroma hecho sentimiento: el incienso de la soledad, la cedroza de la resiliencia, el pachulí de la cicatrización de la tierra.
Al alba, la presencia se disipó. El frasco en su bolsillo estaba vacío, el cristal frío y mudo. Pero algo había cambiado en Lisandro. Ya no restauraba solo libros; ahora sentía las historias atrapadas en su fibra, los suspiros en la tinta. Llevaba en su piel, para siempre, la calma leñosa del bosque recordado. Su tía no le había dejado un perfume. Le había entregado las llaves de un templo perdido, y a su único y eterno feligrés.
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